El maíz es una de las plantas más queridas, veneradas y esenciales de nuestra cultura. Su origen se remonta a la antigua Mesoamérica, donde hace más de 9000 años los agricultores domesticaron la gramínea silvestre llamada teosinte, transformándola mediante selección consciente hasta obtener las mazorcas que hoy reconocemos.
Así, ya desde entonces había ingeniería vegetal: una manipulación cuidadosa, paso a paso, para adaptarse al ambiente y al uso humano. Avanzando al siglo XX, el maíz se convirtió en un modelo genético de primera línea. Finalmente, en la década de 1990, comenzó su transformación transgénica: introducción de genes específicos para dotarlo de nuevas propiedades. En 1996 se aprobó el primer maíz transgénico que producía la toxina Bt (proveniente de la bacteria Bacillus thuringiensis) para resistir plagas como el barrenador del maíz.
Este fue un salto de ingeniería genética: no simplemente seleccionar variantes, sino insertar funciones nuevas en la planta. ¿Por qué esa transformación? Porque la agronomía moderna exige más: mayor rendimiento, resistencia a plagas, tolerancia al herbicida, adaptación al clima. Estudios recientes revelan que los nuevos maíces transgénicos generan hasta un 10 % más rendimiento que variedades convencionales.
Se trata, entonces, de una ingeniería de semillas que expande los límites de lo que la selección natural o humana podía lograr sola. Pero también hay un componente que nos invita a reflexionar: el maíz es centro de biodiversidad, especialmente en México, cuna del cultivo. El ingreso de variedades transgénicas ha generado debates sobre la fluencia genética, la conservación de variedades tradicionales (“criollas”) y la seguridad alimentaria.
Aquí aparece otro tipo de ingeniería: no solo la de la planta, sino la cultural, institucional, legal. Al mirar una mazorca, podemos ver todo un linaje de ingeniería vegetal: desde la teosinte que exigía descascarado hasta las semillas que hoy enfrentan sequías, plagas o suelos agotados. La ingeniería del maíz transgénico no sustituye al agricultor, pero extiende su capacidad para manejar entornos más difíciles y demandas más grandes.
Cada vez que vemos una mazorca en la mesa o un producto derivado del maíz, vale la pena pensar que no solo es alimento: es tecnología viva, herencia milenaria y promesa de futuro.
Y recordemos que: “La biotecnología no es el fin de la naturaleza, sino una nueva manera de trabajar con ella.” — E.O. Wilson
El Ingeniero Regio
Dr. José Rubén Morones Ramírez
- Profesor e Investigador
- Centro de Investigación en Biotecnología y Nanotecnología (CIByN)
- Facultad de Ciencias Químicas
- Universidad Autónoma de Nuevo León.
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