En Oaxaca existe un platillo que es patrimonio cultural debido a que sorprende a locales y extranjeros: la sopa de piedra.
En las comunidades chinantecas, los locales preparan este guiso colocando en una olla jitomate, cebolla, chile, hierbas y agua.
El ingrediente que no se come, pero que es indispensable, son las piedras de río, o como los geólogos prefieren decir, rocas conglomeráticas que son calentadas al rojo vivo y cuecen los alimentos.
Cuando era niña lo primero que pensé es ¿cómo una roca puede cocinar? ¿deberé estudiar geología para conocer los secretos de esta sopa?
Desde entonces me resultaron fascinantes las rocas, sobre todo desde que conocí que en Europa existe una fábula de unos viajeros que, con una simple piedra, lograban que los aldeanos compartieran sus ingredientes, a propósito de la sopa de piedras.
En México, aparece en el libro de lecturas de tercer grado, que en conjunto con el enorme Atlas de México que apenas cabía en mi mochila, sembraron en mí el gusto por la geología, enseñándome que el aprendizaje puede surgir de lo cotidiano, acompañada de imaginación.
Después de estudiar geología, esta metáfora ha ido más allá, los volcanes son, en cierto modo, sopas de piedra.
En sus entrañas, el magma mezcla minerales y gases a modo de olla gigantesca, hasta que la presión hace hervir al volcán y la lava se sirve en un gran plato llamado corteza continental, aunque esta versión volcánica no se recomienda comer en casa.
La Tierra cocina
Así, una tradición culinaria, un cuento infantil y un fenómeno geológico coinciden en una misma idea: la Tierra cocina y se cocina.
Entre tradiciones, los cuentos, la cotidianidad y la geología, las rocas son un constante recordatorio de que estamos mucho más conectados a la Tierra de lo que creemos.
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